¡Tu carrito está actualmente vacío!
08 Feb ¿Quién dijo que la micropigmentación era una cosa del siglo XXI?
Una buena amiga estaba realizando un trabajo de restauración en un museo cuando se encontró con una vieja revista española llamada “Estampa”. Esta revista se publicó por primera vez en el año 1928 e innovó por su apoyo a la presencia de la mujer en la sociedad española. Se caracterizó por no tener una ideología y por la gran cantidad de material gráfico bajo el yugo de la censura previa a la dictadura de Primo de Rivera.
A nuestra amiga le llamó mucho la atención un artículo que hablaba de las innovaciones en la época en cuanto a belleza y nos lo hizo llegar. El artículo cuenta a modo de relato un encuentro entre una mujer y un médico en el hall de un hotel en Madrid. No vamos a entrar en juicios de valores. Nos pareció curioso, sobretodo por las fotos que lo acompañan (que abajo podéis ver) y por el lenguaje que se usa, dentro del contexto de la época, que en nuestros días puede parecer muy de “tiempos pasados”.
Hemos transcrito ese texto para que lo podáis leer pero sobre todo para que disfrutéis de las imágenes y de las prácticas de belleza similares al tatuaje que muestran, ya que hoy en día pensamos que las técnicas de maquillaje permanente como el microblading, micropigmentación, etc… son muy actuales pero son mucho más antiguas como podéis comprobar.
PARA SER BONITA BASTA PROPONÉRSELO
Tengo por cierto, señora mía, que usted se ha dado hoy un poco de “rimmel” en las pestañas, ha sombreado sus párpados con azul o negro, ha pasado la barrita de carmín por sus encantadores labios, y…¿qué mas?… Bien, sí, los golpecitos con la borla en sus mejillas, y los toquecitos de barniz en sus pulidas uñas, de nácar o rosa. Usted, señora, dedica algún tiempo al día a su belleza, y ello está ben, muy bien. Ya sé que no lo niega, ni hay por qué. Tiene usted el suficiente talento para comprender que lo bello debe ser conservado. Y para conservarlo es indispensable prestarle cuidadosa atención. De ahí que tenga usted un tocador bien surtido. ¡Ah, el tocador! ¿Miento, señora, si le digo que la habitación donde lo tiene instalado es la que guarda todas sus simpatías? Las demás… ¡Bah!…Pero esa…
La cosa no es, ciertamente, de hoy, ni de éste o del otro país. Es de todos los tiempos y de todos los lugares. La alquimia de tocador es utilizada aquí, en América, en China y en la Arabia, y que estaba en boga en Egipto mucho antes de los Faraones. Ya ve usted: una costumbre tan antigua y usual, y aún hay personas que se asustan cuando ven a usted cruzar la calle, joven, bella y pimpante, sin el antipático sello ese que marque los años en su rostro, lleno de encantos. Incomprensión, señora mía, absoluta y total incomprensión de algunos seres.
Le contaré un caso, que creo que ha de interesarle.
UN “INGENIERO” DE BELLEZA
Hace días tuve un curioso encuentro. Fue en el amplio “hall” de un céntrico hotel. Varias damas elegantes mostraban el encanto de sus dientes blancos y el rubor de un carmín de alto precio. El sol reverberaba en los cristales de la rotonda y se quebraba en tonos anaranjados al ser plasmado en las multicolores alfombras.
Allí me encontré con un señor menudito, de ojos pequeños y vivarachos, escudados tras rutilantes gafas de oro. Su nariz, ligeramente ganchuda, de finas aletas, le da una vaga impresión de ave de presa. Es checoeslovaco y cuenta entre sus ascendientes con numerosos Abrahanes y Salomones. Viste con despreocupada elegancia, y hay distinción en sus gestos y ademanes. Cuando habla, sonríe, sonríe siempre.
Mi asombro fue cuando este caballero me dijo que era…”¿ingeniero de belleza!” No estará de más advertir que venía de Norteamérica, donde se producen las cosas más desconcertantes.
-Sí, sí; no se sorprenda usted. Soy “ingeniero” de belleza. ¿No los llaman ustedes aquí de ese modo?
-Que y sepa no.
-Pues nuestra carrera es de mucha ingeniería. No sonría usted. Para dirigir la belleza de una mujer son precisos numerosos conocimientos. La mujer, para conservar su belleza, necesita de muchos cuidados. Ha de acudir al médico para que le recete la dieta que tiene que observar; al cirujano, que le extirpe las pieles y carnes sobrantes, a fin de evitar las arrugas; al masajista,al pedicuro, a la manicura, al profesor de cultura física—
-¡Qué horror!
-Todos son necesarios. Las cremas y pinturas han de ser dadas con verdadero conocimiento de causa. Las que en unas personas dan felicísimos resultados, son desastrosas para otras. Depende de que el cutis sea grasiento o seco. Se hace indispensable prestar cuidadosa atención a las manos parta qu ese afinen y adquieran el tono aterciopelado. Uno de los factores más importantes para la belleza es la salud. Y para conservarla son necesarias prácticas higiénicas, los baños, la gimnasia disciplinada, la dieta. ¡Oh, son muchos, muchos, los factores que intervienen en todo esto!
El “ingeniero”, o, si usted lo prefiere, el director de belleza, ha de controlar y dirigir todos esos factores. La cosa es complicada, crea usted; mucho más complicada de lo que parece.
El personaje con quien hablé de estas cosas no es un cualquiera en semejantes asuntos. Doctor en Medicina por las Facultades de Viena y Berlín, ejerció de médico en Budapest. Tomó parte en la Guerra europea, sirviendo algunas ambulancias en el frente austríaco. Y cuando vino la paz se encontró en una situación bastante penosa, sin gabinete, sin clientes y sin capital que le permitiera hacer frente a las circunstancias. Entonces se le ocurrió trasladarse a los Estados Unidos. Allí “vio” el negocio en las cuestiones de belleza. Su carrera, sus conocimientos y su talento más que regular hicieron el resto. No tardó en ser “ingeniero” de belleza de algunas artistas de la pantalla. Más tarde lo fue también de unas cuantas millonarias. La casualidad lo trajo a España, de paso para su país, y esa misma casualidad hizo que nos encontráramos en el “hall” de un hotel madrileño. ¿Su nombre? No lo doy. Parecería reclamo. En América es popular, y yo lo conocía antes de ahora y admiré sus triunfos. Es un hombre extraordinario que supo convertir en millones de dólares sus conocimientos, con lo cual no desmiente el espíritu de su raza.
-EN la mujer- dijo el interlocutor, reanudando el hilo de su discurso -varía el concepto de belleza según la raza a que pertenece. Así varían también los medios que emplean para realzarla. En el Japón, por ejemplo, las hay que emplean para su maquillaje los tonos violentos y pintan sus labios de azul, verde y otros colores a nosotros se nos antojan absurdos. Las moras emplastan de negro sus párpados y se pintan de amarillo las uñas de manos y pies.
-Es curioso- le interrumpí.
-Los egipcios- agregó- fueron los verdaderos maestros en asuntos de belleza femenina. En el Valle del Ar se descubrió, recientemente, junto a la momia de una reina, que vivió hace muchos miles de años, un estuche con tal cantidad de artículos de tocador que causaría verdadero asombro a nuestras damas de hoy.
-Algo he leído del descubrimiento ese.
-En esto del embellecimiento femenino – siguió diciendo el “ingeniero” sin hacer caso de mi interrupción – se ha llegado a resultados sorprendentes. Los años se ocultan tras una perenne juventud; las cicatrices desaparecen bajo una capa de crema; se hace crecer las uñas, se alargan las pestañas, se reforman las facciones, se convierten en terciopelo cutis que antes eran de papel de lija o poco menos. El moderno maquillaje realiza verdaderas. La mujer que no es hermosa es porque no quiere serlo, créame usted.
-O porque no puede pagar todas esas cosas- le dije.
– Bién, sí; tiene usted razón. Un perfecto maquillaje resulta caro; ¡Son tantos, tan variados, y, a veces, tan costosos los factores que entran en él!
-Si los resultados son buenos…
-Le digo a usted que sorprendentes. Fíjese usted en esto. En la pantalla americana no verá usted mujeres feas. Sin embargo, no crea que todas son tan bonitas como aparecen allí. De esto puedo hablar porque las conozco de cerca y he maquillado a muchas de ellas. Las hay que sin el arreglo que se hacen serían francamente feas. Sé de una, muy popular y muy aplaudida, que es completamente bizca.
-¿Nombres? Se ha sonreído suavemente y ha contestado:
-Perdone. Entra en el secreto profesional. Además, si le diera a usted nombre, me expondría a ser objeto, a mi regreso, de alguna demanda por daños y perjuicios, que me costaría buenos miles de dólares. Se hila muy delgado, en estas cuestiones, en los Estados Unidos.
-Pero el maquillaje de la artista – le he dicho – no es lo mismo que el otro.
-Cierto. La artista necesita exagerar algunos efectos, a causa del exceso de luz con que trabaja. Usted sabe que la luz come el color. EL maquillaje particular es, claro está la cosa; pero no es menos complicado que el de la artista. Necesita combinar sabiamente los colores y darle el difícil tono apropiado, evitando sombras y líneas, que, vistas de cerca, harían un efecto deplorable. Cuantas partes del cuerpo vayan al descubierto: cuello, hombros, pecho, espalda, manos, brazos, han de ser objeto de maquillaje, y en todo ha de verse el mismo tono. De lo contrario, el contraste entre lo natural y lo maquillado sería desastroso. De ahí que las damas, para su arreglo personal, necesiten buena luz e inmejorables espejos de lunas de aumento, que permitan ver el más pequeño defecto. EL mismo tono que se emplea para las mejillas debe ser empleado para la parte superior de la oreja y para el lóbulo.
-Algo habrá, sin embargo -le he interrumpido -, que denuncie los años de la persona, pese al maquillaje.
-Sí, tal—afirmó—-;las orejas, que crecen a medida que pasan los años. Es un síntoma este que no admite disimulo. Pero ya tendrán “ellas” buen cuidado de ocultarlas con un peinado apropiado y artístico.
El “hall” se ha ido llenando de personas distinguidas, entre las que dominaba el elemento femenino. El “ingeniero” fijo su atención en ellas.
-Hermosas mujeres en España –comentó.
-Con maquillaje y sin él, creame —le apunté.
Me miró, sonrió, y observé que hacía un ligero movimiento con los hombros.
Eduardo A. Quiñones